Circo de tres
pistas,
por Fernando Villegas.
Si la ya casi perpetua querella que nos
enfrenta a Bolivia fuera de menor cuantía, quién sabe, tal vez podríamos
sentirnos autorizados para tomar noticia de sus avatares como cosa de farsa o
comedia montada para beneficio del respetable público de ambas naciones.
Facilitaría el verlo así -sin temer ser acusados de frívolos- recordar que
muchísimos de los asuntos más serios encarados por la humanidad han compartido
el mismo estilo hilarante que explotaba el cine mudo a base de las torpezas
colosales del Gordo y el Flaco. Cualquier estudioso de la historia conocedor de
suficientes casos de conflictos, incluyendo las más desastrosas guerras y
revoluciones, se ha ya percatado de eso, pero en verdad no se necesita tanta
lectura para darse cuenta de cuán torpes manos suelen manejar los más graves
asuntos. Asombra averiguar, por ejemplo, que la Primera Guerra Mundial fue
precedida por una crisis político-diplomática de casi un mes de duración en el
curso de la cual dos tercios de las autoridades de los países involucrados
insistieron en mantenerse de vacaciones en sus villas campestres o de crucero
en sus yates, mientras el tercio restante iba con paso de polca a darse una
vuelta de un par de horas por sus oficinas -era
verano- con muy poca o ninguna idea de qué se tramaba o decidía en otras
oficinas; para agregar desidia a la negligencia, los más urgentes despachos de
las Cancillerías eran entregados con días de retraso por calmosos ciclistas y
carteros de a pie. No hay, por donde se mire, equivalencia entre la tragedia
que costó 20 millones de muertos -amén del fin de una civilización- y el aire
de vodevil del período diplomático previo.
La misma falta de seriedad se observa en otras
épocas; la guerra Franco-Prusiana, que significó el fin del reinado de Napoleón
III, la terminó de empujar, en las puertas misma del Parlamento donde el tema
se debatía, una turba parisina vociferando: “¡A Berlín!”; se sabe también que
la Toma de la Bastilla la incitó un conocido gacetillero -“agitador” se diría
después y “activista” se dice ahora- gritando encaramado en una silla sacada de
un café. Y así sucesivamente.
En el caso de nuestro problema con Bolivia no
ha habido últimamente y seguramente no habrá enfrentamientos bélicos que
lamentar, pero sí tensiones dañinas que por cierto nunca se sabe cómo terminan.
Es, entonces, cuestión de la mayor importancia, pero se ha tratado y se sigue
tratando del modo que los siúticos llaman “en clave de comedia”. Es, si se
suman las anécdotas, un circo de tres pistas con payasos y acróbatas de todas
las variedades para diversión de grandes y chicos.
Evo.
Una de las pistas la ocupa Evo Morales y la
troupe que lo acompaña en su interminable gira indigenista por el entero
circuito del globo. Vestido con una elegante versión siglo XXI de lo que
presuntamente usaban los pueblos originarios de la época del Imperio Inca, Evo
Morales ha convertido la vieja demanda boliviana de una salida soberana al
Pacífico, puerto incluido, en un espectáculo itinerante en exceso lagrimoso y
al borde del ridículo. Se pregunta uno, cuando se entera de sus desembarcos en
lejanas tierras acompañado por su corte de plañideras, cómo podrían interesarles a los políticos y
ciudadanos de Eslovenia o Zambia los calamitosos quejidos del mandatario
altiplánico. En Latinoamérica ha tenido más éxito con su número, o más bien le
han tributado muestras de simpatía y en algunos casos hasta declaraciones
favorables, las cuales no cuestan nada a sus perpetradores, pero que sólo le
aportan a Bolivia esa manoseada e inútil mercancía que los progresistas de este
mundo, infalibles en su uso de vocablos sonoros, llaman “solidaridad”.
Cancillería
nacional.
Lamentablemente la segunda pista la ocupa
nuestra Cancillería. Desde tiempos inmemoriales ha sido inexorablemente
rigurosa en el arte de meter las patas, adentrarse por caminos sin salida y/o
lisa y llanamente poner al país en manos de los buenos o malos oficios de
terceros. Si se suman los kilómetros cuadrados perdidos por Chile en el curso
de negociaciones parcial o totalmente calamitosas, tendríamos espacio
suficiente para inaugurar dos o tres Regiones adicionales. Las pérdidas
sufridas sólo en parte responden al hecho geopolítico de estar rodeados de tres
vecinos con codicias territoriales y a menudo mejor armados y decididos; la
torpeza disfrazada de enjundia jurídica y/o pacifista ha sido también protagónica,
para no decir nada de cierta timidez lindante con la cobardía.
Un caso clásico, digno de estudio anatómico en
todas las Cancillerías del mundo, fue la pérdida total e irreparable de Laguna
del Desierto. A este cronista le tocó intimar un poco con los protagonistas de
la época y puede responsablemente afirmar que en ciertos maletines Ministeriales
había más presencia de sánguches de palta que de documentos contundentes. Es
más, las fronteras se discutían trazando líneas con lápiz BIC en un mapa escolar
pegado con chinches en una pared.
En otras ocasiones nos hemos entrampado -Dios
no quiera que vuelva a suceder- en melindres y quisquillosidades jurídicas como
si las pendencias entre países fueran equivalentes a un juicio por herencia
entre los herederos del finado. Es así como tarde o temprano terminamos en
cortes internacionales repletas de señoras y caballeros de buenos sentimientos
que alimentan sus egos jurídicos y humanitarios con fallos a costa nuestra.
¿Cómo se explica tanta inoperancia y tantos
fracasos? En parte, por nuestra difícil posición geográfica, latente y
eternamente víctima posible y a veces hasta probable -casi pasó en 1879, en
1974, etc.- de un múltiple cuadrillazo. Desde siempre ha habido ojos ávidos de
nuestro balcón al Pacífico y siguen habiéndolos hoy día. El tema está
inevitablemente presente, aunque es tácito, suerte de pecado mortal inconfeso.
En parte, además, asociado a lo anterior, se debe a políticas de defensa miopes
y crédulas -excepto durante el camarín Lagos- de la eficacia del llamado orden
mundial, de los tratados y del apoyo externo. Durante décadas se mantuvo la
ficción de la amistad y cuasi alianza con Brasil, cuya única intervención
eficaz y poco feliz en asuntos tocantes a Chile fue facilitar el Golpe Militar
del 73.
No
tenemos amigos ni hermanos ni aliados, sino a lo más clientes y proveedores,
pero esa simple realidad de las relaciones entre Estados, la cual ya conocían
historiadores de hace 2.500 años atrás, es todavía aquí materia misteriosa y/o,
como se la acusa, resultado de una reaccionaria “mirada decimonónica”. Bien
podrían, dichos analistas, motejar las leyes de la gravitación universal de
“mirada del siglo XVII”.
ME-O y Cía.
En fin, en la tercera pista tenemos a Marco
Enríquez-Ominami y la glamorosa tropa que, ya sea en su compañía o por su
propia cuenta, han tragado el anzuelo y
cebo de la solidaridad entre los pueblos, la cooperación para un desarrollo
conjunto, la justicia entendida como reparar daños producidos hace 100 años o
más, el lenguaje o historia que nos une (¿?), etc.
En su
visión, la geopolítica no es una ciencia sino una “mirada”; hay entonces
miradas obsoletas y miradas “modernas”, miradas fachas y miradas buena onda. La
de ellos es buena onda. ME-O la reboza a borbotones.
En una suerte de preestreno de lo que podría
ser su Presidencia en algún futuro no muy lejano, lo vimos no hace mucho
sentado en amplio sillón de alto respaldo, echado para atrás y de piernas
cruzadas, en todo muy cómodo, encarando a Evo para tal vez discutir entre
compadres detalles de las entregas que se le harían a Bolivia en pro del amor
eterno entre los pueblos. La entera escena tenía algo de surrealismo y también
de cómico: por un lado un Presidente disfrazado de indígena, por otro un joven
galán carente de cargo público, pero en postura Presidencial. La impresión fue
estar asistiendo a una obra de teatro de Ionesco o algún otro fulano
especialista en dramaturgia del absurdo.
Tomado de Diario La Tercera