El Contralor
irreverente,
por Hernán Felipe Errázuriz.
Como a Sócrates, al Contralor General de la
República se le pretende condenar por el delito de irreverencia. El griego fue
acusado de no adorar a los dioses del Estado y corromper a la juventud.
El Contralor, en un acto universitario con
jóvenes estudiantes, expuso su franca opinión sobre la institucionalidad
chilena. La conoce mejor que nadie. En su exposición destacó avances como la
participación ciudadana, transparencia administrativa y la rendición de cuentas
de las autoridades. A la vez, manifestó su rechazo por improvisaciones,
irreflexiones e inoperancias en determinadas Legislaciones e instituciones.
Mientras exhibía sus diapositivas, el Contralor
cometió el sacrilegio de algunos sarcasmos como calificar de
"evangelizadores" los impulsos en ciertas reformas. Utilizó lenguaje
corriente y sencillo -inaceptable en el país de los eufemismos- afirmando que
"hay un montón de cosas muy estúpidas en el último tiempo". También,
repitió verdades evidentes con la máxima del doctor House: "todos
mienten", respecto de que la Alta Dirección Pública permita la elección y
conservación de los mejores servidores del Estado.
Nada de sus dichos podría calificarse de
ideológico, político o partidista ni procaz. En la forma fue poco elegante para
un Contralor cuya función es fiscalizar a la grisácea burocracia. Las
convenciones sociales nos imponen ser educados, pero no siempre aquello es
honesto.
Su delito fue la excentricidad, apartarse de la
costumbre de no decir públicamente lo que se dice en privado y romper con el
doble discurso y doble personalidad que prevalece en la política y en algunos
políticos.
Un diario dio un golpe noticioso sin enfatizar
suficientemente que la conferencia estaba dirigida a estudiantes y centrada en
el derecho administrativo, en el rescate de la confianza y en el control de las
instituciones del Estado.
Las reacciones en contra del Contralor han sido
del todo exageradas, censuradoras y autoritarias. La clase política lo ha
criticado atribuyéndole gravedad a sus dichos en función de su cargo. El
Gobierno le ha pedido rectificaciones. Todas críticas de forma, ninguna pudo
desmentirlo. El Contralor dijo la verdad: hay un despelote institucional
creciente. Debió haber nombrado a los responsables.
Igual que Sócrates, el Contralor no se ha
arrepentido públicamente y parece dispuesto a beber el jugo de la cicuta,
aunque con la certeza de que no morirá envenenado.
Tal es la desconfianza en los políticos y en
las instituciones que probablemente saldrá fortalecido por su intervención.
Simultáneamente, pasa inadvertida y es
ensalzada una indiscreción mayor de un importante político, que hizo público el
contenido de gestiones Diplomáticas reservadas ante la Santa Sede por el
diferendo boliviano.